Grada de la mar
Es una noche calurosa de agosto, no la más
indicada para acudir a Mestalla. Justo por ese motivo, he podido acceder a un
pase para la Grada de la Mar. Además de los treinta grados a las diez de la
noche, para alcanzar la cúspide de la Grada del Mar tienes que ascender por una
espiral interminable hasta alcanzar los treinta metros de altitud, un buen
calentamiento para afrontar las siguientes dos horas de tu vida.
Foto de Chaos Soccer Gear en Unsplash
Hace cuarenta años no existía tal grada, al menos
con esa altura. Cuatro décadas desde que acudí por última vez a la General de
Pie, acompañando a mi padre (¿o fue al revés?). Tres partidos vimos aquella
temporada: el primero contra el Espanyol, donde jugaba N’Kono y su chándal de
portero. Kempes metió un zurdazo al balón tan fuerte que estampó contra la
valla el balón, a puro estilo Oliver y Benji. El segundo partido fue contra Las
Palmas, y el tercero fue un choque internacional del que sólo recuerdo que el
Valencia ganó dos a cero.
Sí que recuerdo las banderas de los clubes de
primera división ondeando muy cerca de dónde estábamos. No recuerdo a ninguna
mujer, chica o niña en la grada. También recuerdo (o quiero recordar) el humo
de los cigarros, el olor a Barón Dandy y las cáscaras de pipas inundando el
suelo.
Son recuerdos tan borrosos como un ticket de
Galerías Preciados despistado en el bolsillo de una chaqueta de lana.
En el menú del viernes tenemos a Las Palmas como
contrincante. Es la jornada dos, y el Valencia había ganado el primer partido
y, aunque el equipo no se había reforzado, en el ambiente se puede sentir el
optimismo. Bueno, todo lo positiva que puede ser la afición de cualquier club
en València.
A mi izquierda, un par de amigos cuarentones
comentan el partido, controlando por el rabillo del ojo a sus hijos, que están
sentados en la fila superior. El chaval más pequeño se arrebuja en el regazo
paterno, pidiéndole un bocadillo, el álbum de cromos, más bocadillo. Nada fuera
de lo corriente para un crío de cuatro años que, además, se sabe el nombre de
todos los futbolistas.
Por mi parte, le echo un vistazo panorámico a la
ciudad, aprovechando que estamos por encima de la cubierta de la tribuna. No
hay muchas construcciones en la ciudad tan altas como la Grada de la Mar, que
esta noche se ha olvidado de la brisa y sólo nos ha traído la humedad.
Pausa de hidratación.
No sé mucho de fútbol (ni de nada), pero creo que
los partidos han perdido flow, aquel ritmillo (como el corto de Javier Fesser).
Hay constantes paradas en el juego, que los parroquianos aprovechan para
comentar el partido en tertulia —o podcast—; que me viene fenomenal, porque así
me entero de algo.
Llevamos treinta y tantos minutos y, detrás de
mí, noto que alguien se abre paso por la fila superior. «El pis no perdona»,
pienso. Escucho a una chica —de unos treinta años, top blanco, tatuaje de medialuna
en el cuello— gritarle a un tipo que se largaba.
—Me cago en tu raza, ¿dónde vas?
El pavo se gira y comienza a hacer aspavientos a
la chica.
—Venga, vámonos —le grita, dando el pistoletazo
de salida a una serie cruzada de insultos de lo más creativo entre ambos.
El hombre, delgado, con una salud bucal mejorable,
apremia a la chica para que se vayan.
—Que no me voy, tío, que ya te vale. Que quiero
ver terminar el primer tiempo.
Aprovecho que, en el campo, veintidós tipos
siguen persiguiendo el balón, para disimular. Los jugadores hacen lo que pueden
con el calor.
El árbitro pita el medio tiempo, y Medialuna y
Bocanegra ya se han insultado por teléfono tres veces. Ya no volverán al
partido.
El niño de mi izquierda se termina un Danonino y
su padre le saca de la mochila el álbum de cromos de Panini.
—Sube a jugar con tus hermanos, anda.
Cuando el niño está en la fila superior con sus
hermanos mayores, el padre y su amigo empiezan a cuchichear. El papá trastea
con el móvil, encadenando búsquedas en Instagram. Combinaciones con un nombre
de mujer y su apellido, su fecha de nacimiento, ahora quito un guion y ahora lo
pongo…
Al final, parecen encontrar a quien estaban
buscando.
—No, si sólo es por curiosidad —se excusa
Padredelaño, barriendo el perfil de aquella mujer, sólo apagando la pantalla
cuando baja el pequeño, al comenzar la segunda parte.
Los jugadores en la primera mitad habían corrido
bastante, pero cada vez están más espesos. Chocolates Valor patrocina este
partido.
A los quince minutos, vuelve a pararse el tema
por una pausa para hidratarse. La botella de agua de 33 cl. cuesta dos euros;
así que dejo lo de beber para otro momento.
Un gigante sudoroso asciende trabajosamente por
las escaleras. Camiseta sin mangas, pantalones cortos, calcetines blancos.
—Buenas noches, no me he perdido mucho, ¿verdad?
—se justifica. En ese momento, el lateral local avanza con el balón hasta la
línea de fondo y centra, pero ningún delantero acierta a rematar.
Un runrún invade la grada. El árbitro para el
partido. La gente deja de mirar el móvil, excepto Gigante Tardón, que no para
de enviar mensajes.
Tres minutos más tarde, el árbitro pita penalti.
GGGOOOOOOOOUUOOOOLLL
Todo el estadio celebra el tanto como si hubieran
aprobado las oposiciones a cartero. Yo, por mi parte, procuro mantener a salvo
el vaso de agua que me he ido racionando, como un Robinson Crusoe de Mislata.
Gigante Tardón, una vez recuperado el resuello,
se despide y enfila la boca de salida. Sus estadísticas de la noche son:
Minutos sentado: 13.
Tiempo efectivo de juego: 2
Mensajes enviados: 45
El partido llega al minuto 90. El colegiado que,
por lo visto no tiene prisa por irse al hotel, decide que los chavales
continúen en el campo diez minutos más.
El equipo de Las Palmas lo intenta, pero no
mucho.
El señor de negro considera que ya han sudado
suficiente y pita el final.
La magia se desvanece.
Fundido a atasco.