Justos por pecadores
Recuerdo la primera guitarra que toqué. Una guitarra española que tenía las cuerdas de nylon. No recuerdo cómo llegó a casa, posiblemente de la mano de mi hermana Sonia, sólo me viene a la mente cómo intentaba emular las melodías de mis canciones favoritas pulsando una cuerda con la mano derecha. Soy zurdo, pero empecé a tocar la guitarra imitando a mis tíos y a mi hermana; esto es, con la mano derecha rasgando y la izquierda sobre el mástil.
Así, la mano más precisa, mi mano
izquierda, ejecutaba; y la mano derecha intentaba mandar. Justo al contrario de
lo que Paco de Lucía argumentaba.
Cuando cumplí quince años, o tal vez
fueran dieciséis, mi hermana Elvira me regaló una guitarra acústica. Todavía la
conservo, aunque está cogiendo polvo en nuestra casa del pueblo, la pobre.
No recuerdo el proceso, pero para
entonces ya había aprendido algunos acordes. Sí que recuerdo haber tomado
prestados de la biblioteca varios cancioneros, que incluían temas del folklore
sudamericano. Canciones como Los ejes de mi carreta, por ejemplo.
Aquella guitarra acústica tenía una
caja de resonancia mayor que la guitarra española, y las cuerdas metálicas me
producían ampollas en los dedos de la mano izquierda.
Hasta que no cumplí los veintiocho no
tuve ningún profesor de guitarra. Todo lo que había aprendido hasta entonces
había sido por intuición, leyendo libros y, sobre todo, escuchando discos,
grabando canciones en la radio y reproduciendo aquellas cintas de casete una y
otra vez.
¿Por qué tardé tanto en tomar clases?
Creo que porque a mis padres no les gustaba que me dedicase a la música; aunque
tampoco mostré curiosidad por encontrar algún lugar donde aprender.
Cuando tenía catorce o quince años
empecé a componer canciones junto con mi amigo José Miguel. Habíamos terminado
la Educación General Básica, cada uno estaba estudiando en un Instituto
diferente y no acabábamos de encajar del todo en el sistema.
José Miguel vivía en una casa de
techos altos, con una distribución de habitaciones muy particular. El ambiente en
aquella casa era denso, cerrado. Recuerdo almorzarme un paquete entero de
salchichas, el sonido del aceite crepitando al tomar temperatura en la sartén;
el color tostado de las salchichas, y un olor particular, mezcla de fritanga y
escasa ventilación.
En aquella época también había
cambiado de equipo de baloncesto; recalando en Quart de Poblet; un lugar donde
tampoco terminaba de encajar. Eso sí, mis manos estaban mejor que cuando jugaba
al voleibol, ya que no me rompí ningún dedo en esa época.
Recuerdo haberme roto casi todos los
dedos jugando al voleibol en el patio del Colegio Cervantes.
Musicalmente, no recuerdo cómo
aprendí a solear; sí que recuerdo un par de veranos como monitor de campamentos
infantiles como el lugar donde aprendí de mucha gente que tocaba la guitarra:
Toni, Ignasi y Andrés Lidon.
Recuerdo haberme roto o dislocado
casi todos los dedos de ambas manos. Acudíamos al hospital donde, gracias a que
mis padres eran trabajadores del Hospital, no teníamos que esperar demasiado. En
una de aquellas ocasiones, me tomaron una radiografía y el médico señalaba
alguna pequeña línea en la imagen que demostraba que el dedo estaba roto. Una
imagen vale más que mil palabras, un dedo color morcilla de burgos y un chaval
dolorido. Entonces, me inmovilizaban el dedo en cuestión con una férula que
consistía en una tira metálica con una cubierta esponjosa, y así permanecía
varias semanas hasta que el hueso soldaba.
Si la lesión no era muy grave, unas
tiras de esparadrapo que inmovilizaban dos dedos: el lisiado a su vecino.
Siempre pagan justos por pecadores.
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