Chejov, Jordan, Carlon, Isaac y tu opinión
La sabiduría no está de moda porque la gente no renuncia a sus deseos en beneficio del bien común.
Aristóteles
(Música
de suspense)
(VOZ
EN OFF): Centro de Bioquímica Nuclear Avanzada de la Universidad de Wisconsin.
6 AM.
1.523
días sin accidentes.
(SUENA UNA SIRENA DE ALARMA)
Seguro que habéis visto alguna película
con un inicio similar a éste.
De inicio, nos muestran un
entorno que aparenta seguridad y tranquilidad, donde nunca pasa nada.
Pero, en cuanto nos muestran el
marcador de “nosecuantos días sin accidentes”, ya sabemos que se va a liar
parda.
¿Por qué lo sabemos? Porque enfocar
ese cartel no deja de ser un recurso narrativo; el “arma de Chejov”. Chejov, un
dramaturgo ruso del siglo XIX, decía que todos los elementos que se mencionan
en una historia tienen que ser utilizados. Así, si en el primer capítulo de una novela aparece un rifle colgado en la
pared, en el segundo o tercero éste debe ser descolgado inevitablemente. Si no
va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí.
Dejemos a Chejov por un momento, y
centrémonos en la actualidad.
¿Qué habría pasado si hubiéramos puesto un marcador
gigante en el centro de la ciudad que mostrase algo así como “València: tropocientos
años sin pandemias”? ¿Hubiéramos tenido la misma sensación que cuando vemos una
peli de catástrofes?
Yo apuesto a que no, y eso que, aunque no
había un cartel que nos advirtiese, sí que existían algunas voces que dieron la
alarma.
Por ejemplo, Bill
Gates en 2015 ofreció una charla en la que advertía sobre el sería el próximo gran riesgo de una catástrofe global: una pandemia causada por un
virus altamente infeccioso que se propagaría rápidamente por todo el mundo y
contra el cual no estaríamos listos para luchar.
Otro ejemplo. En 2019,
la economista Ann Pettifor publicaba The Case for the New Green Deal,
donde pronosticaba una inminente crisis ecológica —como así ha ocurrido—, y
demanda un cambio estructural de la economía, mediante una reducción de la
dependencia de los combustibles fósiles y una reforma del sistema financiero
internacional.
Podríamos citar más
ejemplos, pero lo cierto es que los gobiernos y las sociedades en general no
teníamos el foco puesto en esas señales. No fuimos conscientes de estas
advertencias.
El ejemplo del marcador del día sin
accidentes nos muestra que los recursos narrativos no siempre funcionan en la
realidad; tan solo pueden ayudar a mostrar de manera efectiva la visión de
quien cuenta los acontecimientos.
Y es que nos resistimos a reconocer que la
realidad es a veces tan compleja que no podemos entenderla completamente. Solo
tenemos preguntas, y cuando encontramos alguna respuesta; las preguntas suelen
haber cambiado.
Hay pocos lugares en los que podamos tener
control de la situación.
Uno de los fenómenos mediáticos de esta
cuarentena ha sido la serie documental The last dance, que relata la
historia de éxito del equipo de baloncesto de los Chicago Bulls durante la
década de los noventa; centrándose en su estrella, Michael Jordan.
El secreto del éxito de Jordan lo resume uno
de los periodistas que seguía al equipo. «Lo que le diferencia de otros grandes
jugadores era que sólo se preocupaba de los que podía controlar».
«¿Para qué preocuparse del tiro que aún no he
realizado?», afirma Jordan en un momento del documental.
La cancha de baloncesto no varía en
dimensiones de un día para otro, ni tampoco la altura de los aros o el peso del
balón. En ese contexto tan controlado, si realizas de manera correcta la
secuencia de movimientos; el resultado siempre será encestar. Así que, a veces,
lanzaba tiros libres con los ojos cerrados. Y encestaba. Su talento y la
repetición obsesiva hicieron que su mecánica de movimientos fuera perfecta, y su
autoconfianza era tan grande que no se preocupaba de fallar, puesto que sabía el
éxito iba a llegar.
Este enfoque zen lo diferenciaba del resto de
jugadores, que mentalmente se pueden ver afectados por fallos pasados o por el
miedo al error futuro.
En la cancha de baloncesto, Jordan era el
rey.
Fuera de ella, no tanto. El entorno influye
y, muchas veces, decide.
En el mundo real, no controlamos apenas nada,
aunque nos permitamos opinar de todo. Incluso despreciamos a aquellas personas
que sí que conocen de qué están hablando, y muchas veces igualamos las
opiniones del sabio y el necio.
Es más, se llegan a despreciar las opiniones
de las personas más preparadas. Isaac Asimov, en un artículo escrito hace
cuarenta años, denominaba este fenómeno como El culto de la ignorancia.
Adelante, Isaac, explícanoslo:
Existe un culto a la
ignorancia en los Estados Unidos, y siempre lo ha habido. La tensión del anti intelectualismo ha sido un hilo constante que ha devanado su camino a
través de la vida
política y cultural, alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que
"mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento".
Pensemos en nuestro tío Carlos. Yo no lo
tengo, pero seguro que alguno de vosotros tiene un tío que se llama Carlos. El
tío Carlos ya no cumple los cincuenta, y se crio en un mundo en el que, solo
por haber nacido hombre, era considerado “el rey de la casa”.
Cuando fue padre, comió huevos y todo lo que
se le puso a tiro; hasta que su mujer, cansada, decidió seguir su camino.
Tiene tres hijas que le quieren, a pesar de
él.
No se explica en qué momento el mundo cambió,
y se resiste a ello.
«¿Por qué la gente se molesta cuando escupo
en la calle, si lo he hecho toda la vida?»
Nuestro amigo Chejov nos diría que hemos
construido un arquetipo con el tío Carlos, un personaje que no existe en la
realidad, pero formado con impresiones que nos pueden recordar a muchas
personas que conocemos en la realidad.
Pero el arquetipo, sin
una función en la historia, pierde su sentido.
El cometido de las
empresas de comunicación política y empresarial consiste en contar historias
para hacer llegar el mensaje de sus clientes —los partidos políticos, las
empresas— de una manera emocional, apelando a nuestros instintos.
Si el tío Carlos estuviese ahora mismo
sentado en el banco de la plaza, nos daría una explicación sencilla a lo que
pasa; nos contaría una de estas historias montadas a base de mensajes
prejuiciosos, en la que están claros “los malos” y “los buenos”.
“Nosotros y ellos”.
El problema es, ay, no saber qué papel
tenemos en esta obra.
Por ejemplo, yo no soy Michael Jordan.
El tío Carlos no tiene un millón de euros de
patrimonio.
Quiénes somos nosotros, y quiénes ellos.
Podríamos, al menos por una vez, no dejarnos
convencer de que somos los malos de nuestra propia historia. No vivimos por
encima de nuestras posibilidades. Nos levantamos cada día y seguimos adelante,
pase lo que pase.
Y así continuaremos.
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